Reproducción parcial de reportaje aparecidio en el sitio web de "Periodismo Humano" sobre la trata de mujeres en la frontera sur de México (entre Guatemala y los estados del sur mexicano). Con la autoría de Óscar Martínez y fotos: Edu Ponces y Toni Arnau. Febrero de 2009, estado de Chiapas.
Presentamos extactos de un trabajo periodístico extenso que puede encontrarse en http://enelcamino.periodismohumano.com/2010/11/23/las-esclavas-invisibles/
[.....] No diremos dónde se ubica porque ese fue el trato para entrar en él. Pero el sitio exacto es lo de menos. Calipso está en una de las bautizadas como zonas de tolerancia de la frontera entre México y Guatemala. Está del lado mexicano. Todos son iguales, con las mismas dinámicas y la misma carne. Decenas de antros de prostitución y bailes eróticos que hacen de estos pueblos y ciudades sitios frecuentados por animales de la noche. Tapachula, Tecún Umán, Cacahuatán, Huixtla, Tuxtla Chico, Ciudad Hidalgo… Todas son poblaciones donde la diversión huele a baratos aceites de fruta mezclados con sudores, tabaco y alcohol. Todos son antros donde el sexo es lo que vende. Y todos, también el Calipso, son sitios en los que es muy complicado encontrar a una mexicana, pero donde las hondureñas, las salvadoreñas, las guatemaltecas y las nicaragüenses abundan. Aquí, a pesar de estar en México, la mercancía, como se suele llamar a las chicas, es centroamericana.[.....]
Los dueños manejan con hermetismo sus sitios. A fin de cuentas, emplean centroamericanas indocumentadas, y la mayoría de lugares tienen un ala con pequeños cuartuchos donde esas mujeres, tras bailar en la barra, tras fichar con un cliente, terminan encerradas con él, no sin que este antes pague en la barra por el servicio. Por ocuparla. Aquí, en esta frontera, las prostitutas, para decir que estaban en uno de esos cuartos, dicen “Me ocupé”. Como si hablaran de dos, una que maneja a la otra, como si el cuerpo que tuvo sexo con ese hombre fuera un títere que ellas ocuparon para el momento.
A Calipso llegué de contacto en contacto. De una ONG que pidió no mencionar su nombre en este reportaje, a Luis Flores, representante de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), a Rosemberg López, el director de Una Mano Amiga, que trabaja en la prevención del VIH, y que conocía a la administradora del Calipso porque es uno de los antros donde lo dejan dar sus charlas. Él intercedió y ella cedió, luego de una conversación cara a cara y de repetir varias veces las razones, intenciones y temas de los que se hablaría con las muchachas.
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El ostracismo se ha convertido en un firme candado ahora que un viejo pero desconocido fantasma atormenta a muchos dueños de bares que prostituyen a niñas y mujeres centroamericanas contra su voluntad. Desde que en 2007 se aprobó la ley para prevenir la trata de personas, las organizaciones civiles han aumentado su presencia en foros, y el título “trata de blancas” suena cada vez más. Y ese título no significa otra cosa que el tráfico de mujeres jóvenes para dedicarlas a la prostitución sin su consentimiento. Y ese fantasma es viejo porque la trata ocurre en esta frontera desde hace décadas. Pero sus mecanismos son finos, y su telaraña, difícil de descifrar.
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“A ver, papaíto, ¿qué es lo que va a querer? ¿En qué le podemos ayudar?”. Érika se sienta en la mesa. Pide una cerveza. Es la 1:30 de la tarde. Después de esta, tomará una tras otra hasta más allá de la medianoche.
Salió de su país con 14 años y dejó a los dos gemelos que parió cuando tenía 13. “Iba para el Norte.” Y el Norte en este camino siempre es Estados Unidos. “Lo que todos buscamos, una mejor vida.” Venía con otros cinco niños. A ellos “les pasaron accidentes, y mucho escuchamos que a las mujeres las violaban”. Érika prefirió quedarse en Chiapas. Lo hizo en Huixtla, un municipio de esta zona de burdeles, de este triángulo donde habita ese fantasma del que pocos, muy pocos hablan con claridad. Llegó un lunes o miércoles, no lo recuerda bien. Llegó al hotel Quijote a pedir trabajo.
—¿Pero cómo una niña de 13 años queda embarazada y decide migrar?
—Es que nunca conocí a mi familia. O sea, que yo soy de Honduras, pero soy de esa gente que no tiene papeles pues. Nunca tuve un acta de nacimiento. O sea, como si uno fuera un animal.
¿Cómo era su vida? De esclava, como dice ella. Con cinco años, el trabajo de Érika era ir por las calles de su comunidad vendiendo leña y pescado. Si la niña regresaba con algo, si Érika no lograba venderlo todo, le esperaba María Dolores con un cable eléctrico y la azotaba hasta abrirle surcos en la espalda. Luego cubría esas heridas con sal, y obligaba a su hermano a que se las lamiera. Un día de esos, un día de lamer su espalda, su hermano murió ahí, en el suelo donde ambos dormían. De parásitos, dijeron. Érika está convencida de que esos parásitos salieron de los surcos de su espalda.
Llora y rechina los dientes con rabia. Al lado se estaciona una camioneta. Tres clientes más entran a Calipso.
—El día que mi hermano se murió yo también enfermé, me llevaron al hospital, y nunca más me llegaron a traer. Después de eso, empecé a vivir como un borrachito de la calle, entre basureros.
Dos años anduvo así. Vendiendo esto, cargando aquello, pidiendo por ahí, durmiendo en cualquier esquina. A los 8 años se topó con María Dolores, la señora de los latigazos, que la convenció de volver a su casa. “Yo estaba chiquita, no entendía muy bien, así que me fui con ella”. Los golpes disminuyeron, pero la vida empeoró. Omar, uno de los hijos de la señora, tenía ya 15 años, y Érika empezó a ser violada por el muchacho.
—Por eso yo me pregunto: ¿cómo voy yo a entender de sexo normal si me acostumbré a que él me amarraba de pies y manos y entonces me hacía el sexo?
Sentada en un bordillo de la calle de tierra, sollozando afuera de Calipso, Érika empieza a dibujar el perfil de las migrantes centroamericanas que dan vida a la noche fronteriza. Muchas de ellas sin estudios, provenientes de una vida de desintegración familiar, maltrato y agresión sexual, llegan niñas a los burdeles, incapaces de distinguir entre lo que es y lo que debería de ser. Carne de cañón.
Interior de habitación de una joven explotada en un prostíbulo de Chiapas, México. |
Hay, como dice Flores, una expresión acuñada en este camino de los indocumentados: cuerpomátic. Hace referencia a la carne como una tarjeta de crédito con la que se puede conseguir seguridad en el viaje, un poco de dinero, que no maten a tus compañeros, un viaje más cómodo en el tren…
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Érika, la niña violada desde los 8 hasta los 13, parió a sus dos gemelos cuando le faltaban seis meses para cumplir los 14. El relato de pandemónium sigue, como si su única continuidad posible fuera empeorar.
—Yo no sabía qué era el embarazo, solo sentía que engordaba. La señora me acusó de puta. Le dije que era de su hijo. Y me dijo que yo era como mi madre, una prostituta, y que yo también iba a dejar a mis hijos como perros. Entonces, me volvió a tirar a la calle. Me sacó desnuda, como por cinco cuadras, del brazo, hasta el parque, ahí me dejó, y desde ahí tuve que volver a empezar.
Y volver a empezar fue volver a la limosna, a la basura, a las esquinas. Ahí parió, en esas calles, y entonces decidió probar suerte. Dejó a sus hijos con una vecina de la que durante años fue su verdugo, y emprendió el viaje hacia Estados Unidos con otros cinco niños. Ahí es cuando, tras escuchar que este es un camino de muerte y vejaciones, tras ver a sus amigos mutilados, decidió quedarse. No sabe si fue un lunes o un miércoles cuando llegó al hotel Quijote.
“La mayoría empieza como meseras comunes. Luego se hacen ficheras y terminan prostituyéndose, generalmente llegan hasta ahí con engaños”, explica Flores una lógica que también se podía leer en el libro del investigador Rodolfo Casillas, “La trata de mujeres, adolescentes, niños y niñas en México, un estudio exploratorio en Tapachula”. En este texto también se establece el escandaloso rango de edad desde el que se prostituye a las niñas: “De 10 a 35 años, difícilmente de más. Aunque el problema de la trata se recrudece entre las que son menores de edad, principalmente las que tienen entre 11 y 16 años”.
Desde el restaurante del hotel Quijote Érika escuchaba propuestas.
—Llega un cabrón y me dice: “Vámonos, yo te consigo lugar en un bar, vas a ganar más”. Entonces si te apendejás, sí es un problema. Un montón de hombres te dicen eso: yo te alojo, te consigo papeles, te consigo trabajo, pero vas gastando en comida, transporte, hospedaje.
La bailarina hondureña se guarda sus detalles. Como la mayoría de testimonios de trata, se cuentan en tercera persona, y nunca se sabe si un relato de otra es un trozo de la autobiografía de la que habla. Incluso entre ellas la trata es un fantasma. Si le ocurrió, le ocurrió a otra.
Érika asegura que no se dejó engañar. “No me apendejé”. Que fue ella, por su propia voluntad, la que dejó el Quijote y se fue a un antro. Que aquella niña con un parto fresco se plantó frente a la dueña del local y le impuso sus reglas: “Yo vengo a trabajar de bailarina, pero no me vas a tener encerrada como a las demás. Yo no soy pendeja. Aquí trabajo cada noche, termina, y me pagan de una vez. Es que como me crié en la calle, sé defenderme”.
Entonces, hay que preguntar por las otras.
—¿Cómo tenían a esas otras mujeres?
—Estaban encerradas, no las dejaban salir. Solo un tiempo de comida les daban. El hombre que las llevó ahí les dijo: “Buena onda, vas a trabajar, pero tenés que pagar”. Es que la persona que te lleva pide un dinero por una al dueño del bar, y eso te lo va a sacar el del bar a ti. Te llevan a venderte, pues. A mí nunca me hicieron eso. A las demás sí, porque son pendejas.
Esta razón se repite como justificación de los testimonios: la culpa es de las que se dejan. Pero las que se dejan, como explica Flores, son muchachas inocentes, sin educación, que no saben de denunciar nada, que son fáciles de amenazar. ¡Si te escapás, llamo a Migración y te meten presa! “Es un problema de docilidad”, dice el guatemalteco. De 250 migrantes violadas que la OIM detectó en un proyecto de atención, solo 50 se dejaron asistir, no denunciar, sino ser asistidas médica y sicológicamente. El resto asumió que era inútil, que les volvería a pasar, que faltaba mucho camino.
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Casillas y Flores explican que las hondureñas y salvadoreñas se cotizan bien en estos negocios porque, a diferencia de las mexicanas de esta zona indígena del Soconusco chiapaneco o de las pequeñas mujeres morenas de la autóctona Guatemala, las primeras tienen cuerpos menos compactos y tez menos oscura.
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En una ocasión, recuerda Flores, mientras intentaba entrevistarse con estas mujeres, se acercó a una que hacía esquina en la plaza central de Tapachula. Le explicó que estaba recopilando entrevistas para su organización, que si podían hablar. La respuesta de la chica fue la de una persona bajo vigilancia. “No puedo, me pega mi patrón”, se excusó emulando con sus gestos la negociación con un cliente. Sonrisa, no, no, gracias, adiós.
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La segunda razón por la que las mujeres no huyen, explicaron los encargados de esa organización fronteriza, es la vergüenza. El pasado. Explicar dónde estuvieron. Y el miedo. Que les descubran su mentira. Flores lo explica con otro ejemplo, con una amenaza que circula en estos bares: “Sacan a una niña indígena de su tierra, le dicen que va a ser mesera, y la venden como prostituta. Le quitan sus documentos y le aseguran que si escapa, que si no obedece, contactarán a su familia y le mostrarán fotos de ella en las piernas de un hombre en el bar. Dile a una guatemalteca que toda su aldea se enterará de que no era mesera, sino prostituta, y pídele que se regrese. Verás que no quiere”.
Desde su última frase, los pequeños ojos negros de Keny dejan caer un hilo de lágrimas que se limpia con una servilleta y con un sutil movimiento que impide que se le corra el maquillaje.
—En estos años, ¿te has encontrado con mujeres que están a la fuerza?
—Han venido por su propia voluntad, porque ellas quieren. He escuchado comentarios de mujeres que las venden, pero cuando ya ven el lugar, se quedan. He hablado con algunas de ellas, y me dicen que se quedaron porque les ha gustado el dinero. Entonces es por su propia voluntad.
Otra vez el fantasma. Otra vez la fina red que hace que la trata no parezca trata. Culpa de la muchacha. Ella quiso quedarse. Los métodos de chantaje de los tratantes se camuflan como propuestas en las mentes de mujeres acostumbradas a sufrir y a ser valoradas como mercancía. Al final, nadie tiene la culpa. Las cosas son como son. Así han sido siempre.
Aspecto de una habitación de una joven que es explotada sexualmente en un prostíbulo de Chiapas, México. |
Aunque por convenios internacionales México debería haberlo hecho en 2003, no fue hasta septiembre de 2007 cuando entró en vigor una ley que contempla la trata como un delito y obliga a las autoridades a prevenirla. Sin embargo, a esa ley aún no la acompaña el reglamento que dicta cómo deben operar los perseguidores de ese crimen ni tampoco se ha creado la comisión intersectorial que debería dictar estas normas y crear un sistema de información.
Desde su despacho, David Tamayo, el “fiscal anti-trata” de Tapachula, la ciudad atestada de bares y de historias de niñas obligadas a actuar como mujeres en la cama con un desconocido, contestó con quejas y tibiezas.
—¿Qué tan común es que reciban casos de trata de centroamericanas?
—Han llegado muy pocos. Este tipo de delito casi no se denuncia, porque quienes intervienen, Migración, y otras instituciones, no los canalizan acá, las deportan, y se pierden las denuncias. Es un fenómeno preocupante, pero fantasmal, no se ve. Solo de cuatro asuntos hemos conocido.
—¿Y cuántos procesos han ganado?
—Están en proceso todos.
—¿Puedo hablar con un fiscal que lleve un caso?
—No, es confidencial.
—Siendo fiscalía, ¿no actúan de oficio?
—No. Solo se politizan las cosas. Nuestra tarea es la divulgación de la ley y la prevención. La policía es la que trata de ser operativa. A veces nos avisan, a veces no. Por la cuestión de fuga de información. Es otro problema que enfrentamos, nunca nos avisan de los operativos. Los grupos delictivos están incrustados en las policías.
—¿Son redes criminales bien organizadas?
—Es característico de los cárteles. Abarcan todos los delitos de orden federal: secuestro, narcotráfico, trata de personas. No conocemos concretamente qué grupo es el que está en esto. Es imposible identificarlos.
Y eso es una mentira rotunda. Uno de estos días visité en Ciudad Hidalgo, el municipio bañado por las aguas del río Suchiate, a un miembro de la alcaldía. Le comenté que buscaba historias de mujeres en prostitución, y accedió a llevarme a un bar llamado Las Nenitas. Enclavado entre callejuelas de tierra, a las 2 de la tarde solo dos mujeres estaban tras la barra. Tesa nos atendió. Era una guapísima hondureña, alta y morena, enfundada en botas de plataforma, un pantalón ceñido y una blusa escotada hasta el escándalo. En Las Nenitas, contó el funcionario, todas se prostituyen. Comenté a Tesa mi interés en hablar con ella, sin mencionar la palabra trata. Dijo que sí, que hablaría conmigo otro día, y me dejó un número de teléfono que nunca contestó.
Al salir del bar, el funcionario explicó que el dueño del antro era un zeta muy reconocido en Ciudad Hidalgo. O sea, un miembro de esa banda criminal que opera por independiente y como brazo armado del Cártel del Golfo. Que cómo sabía eso, le pregunté. Contestó que Ciudad Hidalgo era muy pequeña, y que el dueño siempre que sale, porta un fusil AR-15 y se hace acompañar por tres guardaespaldas armados. Dijo que en la ciudad esa banda controlaba la trata, enviaba gente a reclutar muchachas a Centroamérica y a veces secuestraban migrantes y las vendían a camioneros como material de usar y tirar. Por una noche. “No diga mi nombre, por favor”, fue lo último que dijo el funcionario.
Respecto a lo que argumentó el fiscal de que es imposible identificar a esas bandas, habría que agregar que hay una abismal diferencia entre querer y poder. Entre intentar y temer.
Son las 4 de la tarde, y Keny se levanta de la mesa y se calza un delantal para llevar cervezas a los clientes. Hoy hará doble turno. Más tarde dejará el pantalón, las chancletas y el delantal, y los cambiará por unas sandalias de plataforma negras y un chillón traje amarillo, con botones en un costado, para poder arrancárselo sobre la pista de baile.
Connie regresa al antro y se cruza con Keny cuando esta se aleja. “Qué ondas, vieja”, se saludan. Connie no trabaja de mesera. Lo suyo es la noche. Fichera y bailarina. ..........................
Dice que un compatriota suyo, un guatemalteco que trabajaba en esta zona como mesero, le dio la llave de salida. Le dio la idea para escapar de un mundo que ella quería dejar luego de ver la suerte que le espera a una joven de su edad en las calles de su barrio. Un mes antes de que hiciera la maleta rumbo a los prostíbulos de Tapachula, donde llegó primero, su hermano había caído muerto a media calle. Tres disparos. Era cobrador de una ruta de autobuses de la capital guatemalteca. Tenía 16 años y una pandilla lo quería reclutar. La Mara Salvatrucha, la pandilla más peligrosa del mundo según el FBI, le ofreció encargarse de extorsionar a los conductores de los autobuses. De ofrecerles seguridad a cambio de una cuota o inseguridad a cambio de su negativa. El hermano de Connie rechazó la propuesta. Ante la negativa, tres balazos: pecho, abdomen y cabeza.
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Mientras niños y niños caían abatidos por el plomo, su vida transcurría: su padre se emborrachaba cada noche y la acosaba, como hacía desde que ella tenía ocho años. Su madre, como Connie explica, se encargaba de “embarazarse y embarazarse”. Ella es la mayor de sus ocho hermanos.
Muchas niñas centroamericanas, explicaron los cónsules en Tapachula de El Salvador y Honduras, escapan de situaciones de marginalidad. De circunstancias que, traducidas a hechos, son el miedo a una pandilla o una vida familiar peor que la que podrían llevar como niñas de la calle. Son aquellas circunstancias que relativizan, que les permiten ver la prostitución, la violación, la trata, con los prismáticos de una realidad distorsionada. Una realidad donde los niños caen muertos por decenas, los padres son acosadores y los barrios, zonas de guerra.
Por eso, dentro de su mundo, Connie, que desde niña trabaja en prostíbulos, recorta la realidad y divide lo que le parece normal a lo que le parece inusual para responder a la pregunta de cuál es su peor recuerdo desde que llegó.
—Hubo un tiempo en que me fui a trabajar a Huixtla, a otro negocio de allá, y me detuvo Migración en Huehuetán. Me enfermé de los nervios, me dio depresión. Nunca había estado en un lugar así, con tanta gente. Era la única mujer entre tanto hombre, me acosaban. Eso es una prisión. El encargado de Migración me daba a entender que si yo le daba sexo, él me dejaba ir.
En Chiapas, según ha documentado la CNDH, ocurre que a veces las autoridades migratorias actúan como acosadores de las mujeres. ¿Quién quiere denunciar un caso de trata a un agente que te ofrece sexo a cambio de libertad? Y la negligencia no termina ahí. El Instituto Nacional de Migración, como ya explicaba el fiscal anti-trata, es el que muchas veces impide que estos testimonios de trata lleguen a un juzgado o a los cónsules.
El cónsul guatemalteco no quiso hablar del tema. Nelson Cuéllar, el salvadoreño, sí aceptó sentarse a explicar por qué hay cosas que aquí no funcionan. Dice que en sus tres años como funcionario en Tapachula solo ha visto dos casos de trata. Pero dice que en ambos, al final, frente al agente del Ministerio Público, eligieron no denunciar. Por lo demás, enterarse de la trata de blancas depende de la suerte, no de la cooperación de otros.
—Cuando hacen las redadas en centros de tolerancia no nos informan. Las repatrian a sus países. Migración debería de avisarnos antes de deportarlas, para entrevistarlas, ver si han sido víctimas. Pero las regresan como si fuera un migrante normal al que agarraron caminando. Es más, se maquilla todo por parte de ellos.
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Aunque sean migrantes que apenas han cruzado el río Suchiate, algunas de las centroamericanas que dan vida a estos prostíbulos son el sustento de sus familias. Por eso, explica Connie, “muchos niños y niñas de Guatemala se vienen con gente que llega allá a ofrecer a uno que van a ganar buen dinero”.
Así, niñas y niños. Nada más el pasado 13 de febrero, policías federales y miembros de Fevintra allanaron una casa en Tapachula. Adentro encontraron encerrados a 11 niños, todos en un cuarto maloliente donde dormían en lonas, sobre el piso. Las autoridades acusaron al dueño de la casa, un mexicano de 41 años, de obligarlos a trabajar hasta 14 horas en las calles, como su ejército de esclavos, en la venta de globos, cigarros y golosinas. Lo acusan también de negarles agua y comida, y de propinarles golpizas si no vendían lo suficiente.
Es hora de dejar ir a Connie. La hora estelar se acerca, y pronto tendrá que subir al escenario o sacar fichas a varios hombres.[.....]
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Antes de irse, Connie voltea a verme, y responde a una pregunta que al parecer quería que le hiciera. ¿A qué te dedicás ahora? ¿Qué harás en el futuro?
—Yo ya no me ocupo. Lo hice al principio, pero ya no, no me gusta. Y no pienso quedarme aquí. En unas semanas me voy. Mi novio me dice que él me va a sacar y que va a mantener a mi familia. No quiero que mis hijos me vean así.
Por desgracia, nada de eso pasará. Sé que Connie es una de las que se ocupa en el bar. Sé que hace solo unas noches entró al cuarto con un hombre y que lo volverá a hacer hoy. Y lamentablemente, cuando dijo lo que dijo, Connie no sabía que su novio la abandonaría unos días después.
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Mañana, con otros nombres, con otros hombres, la escena volverá a empezar en Calipso y en decenas de antros de la frontera. Las centroamericanas volverán a agitarse. Como lo hacen todas las noches, como lo hacen desde niñas.
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